martes, 15 de junio de 2010

Absence, Absinthe, Abstemious II



Os mentí:
Cuando llegué, Alex estaba sentada en una mesa con una copa en la mano.  La absenta, ya en sus labios. Yo mismo le ofrecí un cigarro y ella asintió con suavidad cuando se lo puse en la boca.

Fumaba compulsivamente, y para entonces yo ya sabía que había empezado con los antidepresivos.

Alex pasaba las noches en bares como aquel. Conocía a todos los camareros y no hacía falta indicar nada para que le trajeran una copa. Se sentaba tranquilamente en cualquier mesa  y contaba las horas con cigarrillos.
Solía perder la cuenta.

Cuando yo la conocí, aún llevaba el pelo teñido de rubio y los párpados tan terriblemente negros como sus ojos. Al poco tiempo cambió su maquillaje y el color de su melena. Cuando le pregunté, me dijo que se sentía muy vieja siempre con el mismo aspecto.

La primera noche me dijo que se llamaba Alesana. Dos semanas después se presentó como Anaís. En su DNI ponía “Alex.”; pero nunca supe el nombre completo. A ella no le importaba, decía que todos eran iguales y que por eso ninguno le valía. También me dijo que los perros abandonados tienen tantos nombres como personas quieran llamarles, y que no responden a ninguno.

Había perdido sus sueños en la puerta de un bar, una noche de invierno en la que hacía demasiado calor para entrar con abrigo. Fumaba mucho, iba vestida con una nube de humo amargo y casi ácido en los ojos. Bebía más de lo que parecía que pudiera permitirse: con esas medias rotas y camisas pasadas de moda. Siempre tacones rojos.
Joder, siempre esos tacones rojos…

Daba conversación a los borrachos que ya no sabían hablar, y regalaba silencio con carmín a los que el alcohol enmudecía. Escuchaba todas nuestras tonterías  y nos ayudaba con los problemas que tuviéramos.
Decía que cambiaba historias por cigarrillos, pero ella nunca contaba la suya y siempre le acabábamos pagando el vicio. Cuando le preguntabas algo, respondía; pero como si no hablase de ella misma sino de un conocido.
Así, me contó que le gustaba la música. Había  sido cantante en un grupo de Rock-blues, y durante un tiempo también guitarrista. Tocaba una Gibson azul, que estrelló contra la pared. Al romperse las cuerdas una de ellas le arañó en la mano y aún tiene la cicatriz, que ella llama “un desconchón”. No me quiso decir por qué rompió la guitarra, pero sé que también fue en aquella época cuando empezó a pedir absenta en los bares.  Alex decía que fue “una mala racha”, pero al fin y al cabo, para ella siempre lo eran.  Sé que por aquel entonces, se prometió muchas cosas y no pudo cumplir ninguna  de ellas. Creo que llegó a enumerármelas, pero no las recuerdo; supongo que iba borracho.

Ya he dicho que no hablaba mucho de sí misma. Decía que no era importante, que había vivido muchas cosas y que pocas le habían servido. No me dijo para qué, pero repitió que se hacía tarde.

Siempre, siempre, siempre se enfadaba al amanecer. Torcía su preciosa sonrisa de carmín, y contaba obsesivamente las horas que quedaban en el paquete de Malboro. Bebía a tragos rápidos. Se peinaba y despeinaba el pelo en cuestión de segundos. Mm… Me encantaba cómo aplastaba los cigarros con sus tacones rojos.

Con la luz del amanecer le crecían bajo los ojos manchas moradas, casi verduscas, y tosía con frecuencia. Se retocaba continuamente el maquillaje.

Me daba miedo.Notaba cómo el alba le debilitaba hasta hacerla casi translúcida. Tan frágil que daban ganas de sostener su vestido para que no se cayera al desvanecerse el cuerpo. Tiritaba. Maldecía la noche que se dejó el abrigo fuera del bar, pero no aceptaba el de nadie.

A las siete, otra pastilla de prozac, que tragaba con absenta. La primera del día.

Me daba miedo. Parecía a punto de desmayarse, convertida en una silueta fría cuando horas antes era una auténtica reina: la reina de los disfraces.

Alex decía que le encantaban las fiestas de Carnaval. Le entusiasmaba todo lo relacionado con los disfraces, especialmente quitarlos. Le volvían loca las fiestas, los regalos, la música y los antifaces. …Bueno, cuando yo la conocí ya no, pero ella seguía contándolo como si fuera ayer en vez de hace diez años.

Se iba a casa poco después de amanecer, ocultando los ojos bajo un sombrero de ala ancha. Una vez en su cuarto, bajaba las persianas antes de desnudarse. Dormía pocas horas. Al despertarse, mantenía los ojos cerrados hasta que se terminaba de vestir, y se maquillaba con la luz apagada.

Nunca me dejó besarle los labios. No quería que le quitara el carmín.


Era un reptil... Como una serpiente, mudaba de piel continuamente y las iba perdiendo al arrastrarse entre guijarros y hojas secas. Olvidaba cuál era la piel falsa y cuál la real, y al final se quedó sólo con un vestido transparente. Debajo de él, no había nada.

En realidad, no quería que le quitara nada: tenía miedo de verse desnuda de todas las mentiras que había enredado en su vestido. Sin las historias que había cosido en los pespuntes, no era nadie. O aún peor: no sabía quién era.

Por eso, me dijo, prefería que la llamara sólo Alex. Con un nombre normal, tus problemas han de ser normales. Fáciles de resolver, como una ecuación matemática. Números, operadores… Un silogismo.

Sin nombre, sus problemas eran como fantasmas que no podía atrapar con palabras.


Rutina en las venas, Gritando en silencio: 


Laura.Nana.

1 comentario:

Celia dijo...

me gusta muchísimo ese retrato, es como un collage enorme de trocitos de papel que forman una persona :)
y effy... oh, effy.

Publicar un comentario