sábado, 29 de octubre de 2011

La mayor distancia es aquella que no te atreves a recorrer

La cuerda floja sólo existía cuando la observaba desde fuera. Mientras caminaba sobre ella, no había peligro, porque caminaba.
En cada uno de sus pasos había equilibrio y en todos persistía la caída. Se compensaban en sí mismos, y unos a otros.

Yo notaba el abismo gritar durante los segundos previos a cada salto. Después, nada. El silencio que contiene todas las palabras, la inmovilidad que participa de todos los movimientos posibles. Una vez había cogido impulso sólo podía volar, no rozaba la cuerda porque no existía, no caía porque no había abismo. Sin fuerza de gravedad, sin miedo ni arriba ni abajo, todo es posible.
El precipicio -decía- es sólo una invitación al juego.

Me contaba que en cada instante subyace siempre un equilibrio interno, un ritmo latente, que a veces sólo se percibe cuando contemplas el conjunto, como fotografías secándose tras el revelado. Solía decir que el secreto consiste en reconocer este ritmo en el orden y en el caos: Rothko y Pollock.

Afirmaba poder disfrutar de cada segundo porque era absoluto, y que lo era por su carácter efímero. Me invitó a un cigarro con la condición de que cada calada fuese eterna, y yo accedí con la única condición de que la eternidad durase lo que una calada.
Funcionó.

Ella sigue en la cuerda floja, para poder volar.



laura.nana